-Te están saliendo canas-, le dije mientras ella con gracia extraña, giraba su mano moviendo el cucharón dentro de la olla de chocolate caliente a punto de abortar su espuma. Al parecer mi voz demasiado débil había sido inhibida por el gorgoteo de los frijoles que terminaban de cocerse sobre la estufa. Ella ignorando mis palabras se concentró en el humo que aquellos desprendían, quizás para encontrar la figura malformada de una virgen de Guadalupe, algún santo, el diablo o del mismísimo Jesucristo; total, si han aparecido en las explosiones de las guerras, en el humo del cigarro y hasta en un pay de piña, por qué no aparecer en la cacerola de los frijoles, pensé intentando encontrar la misma imagen. Sin lógica alguna, en el baño de salsa de la cuarta enchilada, mis ojos vieron la serenidad y la ternura de esa mujer, su cabello largo, húmedo por el baño que acababa de recibir y ahora con líneas minúsculas de nueva cabellera, enredada en una bata rosa de pequeñas flores amarillas con ramitos azules, ya no era la misma, acababa de confirmarlo. La que por muchos años tomó de mi mano para cruzar la calle, la que mes con mes ocupaba mi pupitre para escuchar mis avances educativos, pero sobre todo, las quejas de la maestra por causa de mi mal comportamiento, o mi endemoniada conducta, como decía si mamá no escuchaba y repetía constantemente mientras me hacia limpiar los borradores cuando los demás niños comían pepino con chilito y jugaban, según me contaban, al doctor, trato de olvidar la frase: “cuidado se lo dices a alguien”, de aquella maestra a la que ya no logro distinguir su cara en mis recuerdos y a la que siempre odie porque nunca me permitió ponerme una bata blanca por media hora.
-Creo que le falta sal-, dijo mientras ponía sus labios sobre la cuchara llena de frijoles, haciéndome regresar al recuerdo de esa mujer con su vestido de rayas azules y su peinado algo extravagante de los años 80’s, recuerdo como adornaba con gomitas de colores las gelatinas verdes que después usaba de carnada para obligarme a comer la sopa de arroz con zanahoria y tomar el agua de tamarindo, esa amargosa frutilla que cortaba del árbol que nos cubría del sol por las tardes. Una falda de color muy pálido y una blusa sin mangas la acompañaban por las tardes cuando regaba las flores de infinidad de colores, y las rosas junto a la ventana levantaban el cuello y cerraban sus ojitos de una forma tan presumida mientras les salpicaba el agua suavemente para no ser lastimadas por las gotas, y para terminar, me tomaba de la mano para darme el baño que según ella, yo necesitaba, mientras que yo, con el llanto de una viuda sin herencia, le gritaba que estaba en un error, que el baño no era necesario, que por qué no me quería y que le contaría a mi papá cómo me maltrataba, mientras ella hacia espuma en mi cabeza con el shampoo de estrellitas olor a chicle y cantaba Bésame mucho para no oírme.
Fue en mi cumpleaños que dedicó toda la mañana para hacerme un pastel blanco con chupetitos rosas y, por supuesto, más gelatinas en pequeños vasos azules, sandwichitos perfectamente cortados y unas bolsas llenas de dulces donde, utilizando toda su habilidad matemática, daba la cantidad necesaria, siempre tratando de dejar una bolsa completa para cuando, por las prisas, no llegara a hacer las gelatinas para después de comer y entonces usarlos de carnada; aunque recuerdo que en dos ocasiones no hubo dulces, ni gelatinas, basto un par de amenazas para lograr hacerme comer.
Sus manos hacían un gran moño en mi espalda, un vestido blanco de listones al frente, listones con los que un día intenté ahorcar al gato después de resistirse a mis caricias y no dejarse poner el babero de patitos que hacían juego con el pañal morado que había logrado ponerle. El vestido jamás me gustó, pero había sido un regalo de ella, estaba obligada a sentir un gusto insaciable por él, aunque me viera como un ostentoso regalo de navidad.
En los días de invierno el ungüento en la espalda y en el pecho es lo que mas recuerdo, sobre todo ese olor a eucalipto que se quedaba impregnado en sus manos mientras yo lograba ver unas grandes pelotas negras y azules por el techo por los efectos de la enfermedad.
El chocolate estaba listo, los frijoles habían dejado de gorgorear y los santos nunca aparecieron, elevando mi voz, volví a repetirle, -Te están saliendo canas-, y con paciencia esperé una contestación sabia como en los libros de cuentos, pensando en un cabello blanco lleno de vida, y ella, mirándome, sonriendo contesto. Sí, ya me di cuenta, y no decido que tinte ponerme.
1 comentario:
Wow!, hermosoooo!!!! :D
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